(Y de fondo: Pequeña Serenata Diurna... Me encanta esta canción... Amo a una mujer clara que amo y me ama sin pedir nada —o casi nada, que no es lo mismo pero es igual—...)

Muchas veces estoy en casa, y pienso que quiero dejar muchas cosas que tengo delante, que me harto, que me saturo, que no tengo ganas de seguir con lo que tengo y que quisiera cambiar, cambiar muchas cosas: cambiar yo, cambiar de ambientes, cambiar de aires, ser diferente... Y cuando miro de lejos todo eso, lejos en la distancia, lejos en el tiempo me doy cuenta de que no, que no puedo hacerlo, que los cordeles que me unen a todo eso se han convertido en hilos de oro, y que como los cordeles de la vida de los dioses, no se pueden cortar, que son eternos, irrompibles. Y me alegro, me doy cuenta de lo contento que estoy de que eso sea así. Que esos cordeles que me unen a tantísimas personas en tantísimos lugares no se deshilachen, que sigan fuertes... Y es que, chicos, no sabéis cuánto os echo de menos cuando llevo mucho sin saber de vosotros... Y también me he dado cuenta en los últimos tiempos que no porque me separen cientos de kilómetros de ellos, la gente es menos amiga, que los quiero igual que si estuvieran a mi vera todos los días, que los echo de menos como puedo echaros de menos a vosotros cuando me voy lejos, y quiero decir desde aquí que os quiero, os quiero mucho, a todos, a los de aquí y a los de allí. Sé que no soy muy dado a decirlo (que muchas veces me reprimo y que yo mismo me sorprendo cuando espontáneamente doy un abrazo, sin pensarlo, sólo porque tengo ganas, porque quiero compartir un poquito de mi calor con alguien) pero no por ello mis sentimientos sean menos. Y por eso aprovecho esto, que me permite hablar sin enseñar la cara, ni los brazos, ni las piernas, ni nada de mí, más que lo que yo quiera mostrar, para decir que os quiero, os quiero mucho y que gracias infinitas por estar ahí, en el tiempo y en la distancia...